viernes, 30 de septiembre de 2016

4. The Ben Webster Quintet "Soulville"

Portada original del disco "Soulville" de The Ben Webster Quintet. 1957 (Verve)
Las pitonisas creen poder leer el futuro ajeno escrito en las líneas de la mano izquierda; los heroinómanos pueden leer lo que habría sido su futuro en las llagas y cicatrices que cada viaje ha marcado la piel que cubre las venas de sus brazos. Desconozco si la cita es apócrifa, pero bien es posible que sea real o que, en algún momento de su existencia, algo parecido saliera de la boca de Charlie Parker mientras, remangado frente a un amigo, señalaba el maltrato que cada noviazgo con una dosis de heroína había dejado en su carne: “Esta es mi casa, esta es mi cartera de acciones, este es mi Cadillac...

Que Parker, y no otro, fuera heroinómano, se dice que tuvo un efecto perverso en toda una generación. Bird, como solían llamarle, se había convertido en una figura icónica en el mundo del Bebop, un mito vivo en el que todo músico de Jazz aspiraba a reflejarse, incluido un joven Miles Davis que, gracias a la frustración por no poder acercarse a su fraseo y técnica, tuvo que explorar otras vías dentro de esta música durante su vida y se vio obligado a convertirse un sublime ideólogo del género que suplía con creces su mediocridad como instrumentista –según con quién se compare al mito, por supuesto-. El altar sobre el que se erguía Bird, hasta elevarse por encima de lo humano, muchos creyeron que estaba cimentado por experiencias sensoriales a las que sólo podía abrazarse a través del consumo de estupefacientes. Siendo sinceros, sería tremendamente injusto decir que Bird fue el gran culpable del rastro de trabajos mediocres, carreras frustradas, mentes y cuerpos enfermos  e incluso cadáveres que la droga dejó como legado en el mundo del Jazz; y es que Parker sólo recogió el testigo de otros músicos del género y afines que ya tuvieron adiciones décadas atrás, como, por ejemplo,  el mismo Louie Amstrong, del que se sabe que fue un asiduo consumidor de marihuana.

Si bien es cierto que el consumo de drogas estaba muy extendido entre músicos en los años treinta, cuarenta y cincuenta –y alguna década atrás, si hablamos de marihuana o dexedrina-, no es menos cierto que hubo intereses personales para que el foco de atención de la lucha contra los estupefacientes se llevara al escaparate del Jazz. La vulnerabilidad social de muchos músicos nacidos y criados en entornos de pobreza, la discriminación racial que hacía que sus derechos pudieran ser violados con la connivencia de las autoridades y un marco de depresión económica tras los felices años veinte, hicieron que algunas agencias antidroga, financiadas insuficientemente, destinaran sus recursos a justificar su trabajo de la forma más económica: acosando al más débil. A la cabeza de ello hubo una figura omnipresente en los años treinta: Harry Anlinger, director de la Federal Bureau of Narcotics. Anlinger comenzó una campaña feroz a golpe de titulares de prensa, desprestigiando la música negra por las consecuencias que podía acarrear su fascinación por parte de una juventud blanca “limpia”.

Harry Anlinger, director de la Federal Bureau of Narcotics.
Efectuar una redada en un local de Jazz era siempre un éxito seguro: detener a algún músico medianamente conocido otorgaba un titular de prensa inmediato y, con ello, la imagen en el imaginario colectivo de que las autoridades trabajaban duro por velar los intereses de la salud pública. Hoy podemos tener la sensación de que los clubes de Jazz estaban llenos de negros inmersos dentro de un marco cultural eminentemente negro, pero la realidad es que el colorido de los locales era mucho más heterogéneo; ya en la década de los años treinta, no era raro encontrar a blancos procedentes de familias acomodadas que eran, precisamente, los que mayores atenciones recibían por parte del personal contratado por tratarse de aquellos que tenían la billetera más a mano, pero rara vez terminaban detenidos en las actuaciones de los equipos antidroga.

Es difícil discernir si un movimiento es cultural o contracultural, personalmente creo que depende del prisma con el que se mire. El Jazz era cultura negra pura y dura pero, desde el punto de vista blanco y conservador, no dejaba de ser contracultura: y la contracultura atrae irremediablemente al rebelde. Apenas una década después de que Anliger comenzara su campaña contra el Jazz, los  blancos dejaron de ser meros espectadores del fenómeno para comenzar a tomar parte de las riendas del género a través del Cool Jazz o West Coast Jazz, como ya se comentó en entradas anteriores. La notoriedad de gente perteneciente a familias de clase media y alta, como pudo ser el pianista Bill Evans, y su adición o tenencia de drogas conocida por el gran público gracias a los rotativos, se instrumentó como la justificación evidente del peligro que la cultura negra podía tener sobre la familia tradicional americana.

Revissta Jazz Magazine, nº120. Año 1965.
Generalizar la ligazón de la música negra con la droga es algo que a muchos músicos llegó a desquiciar, y hubo entre ellos activistas declarados contra su consumo. El caso del contrabajista Charles Mingus es paradigmático de ello, ya que consideraba que tomar estupefacientes por parte de la comunidad negra iba en contra del anhelo de conseguir la igualdad de derechos sociales por la que se estaba luchando, pues se aprovechaba mediáticamente esa lacra para desprestigiar a todo el colectivo afroamericano. Mingus, en una entrevista del año 1965, declaró sin ambages que la droga era una plaga para la profesión; él no dudaba en agredir a músicos con los que compartía sesión si los sorprendía consumiendo, como el en caso del trombonista Jimmy Knepper al que partió el labio o, más violento aún, cuando despidió al saxofonista Jackie McLean de su grupo por su adicción y éste último, temiendo una paliza por parte de Mingus, se defendió con una navaja. Años más tarde, McLean llegó a decir que el contrabajista tuvo razones para actuar así y que le seguía considerando como su hermano (aquí puede leerse una transcripción en español de la entrevista que otorgó Charles Mingus  a los periodistas Jean Clouzet y Guy Kopelowicz para Jazz Magazine).

Hay mucha biografía sobre los efectos de las drogas duras en algunas figuras míticas del Jazz. Es bien conocida la anécdota sobre Charlie Parker y su parte de defunción, donde el médico lo describía como un varón de raza negra de unos cincuenta y cinco años de edad, cuando aún le faltaban veinte para tenerlos. Sin embargo, lo que siempre campó a espuertas entre los músicos fue el alcohol, curiosamente con mucha mejor prensa, pero con efectos igual de devastadores.

El alcohol fue parte de una seña de identidad de un tipo enorme al que apodaban “La Bestia" (The Brute, en inglés)”. Su nombre real era Ben Webster, y se cruzó por primera vez con el propio Bird según lo descrito en el siguiente relato del escritor inglés Geoff Dyer:

Se comenta que un día que se había metido en el Minton´s  para guarecerse de la lluvia,  estaba en el escenario un chico tocando el saxo haciéndolo gemir y retorcerse como si el instrumento fuera un pájaro y quisiera retorcerle el pescuezo. Esperó a que el muchacho acabara su solo, se subió al escenario le quitó de las manos el saxo y le dijo:

-Se supone que no hay que tocar tan rápido ¿Cómo te llamas?
-Charlie Parker.
-Pues Charlie, vas a volver locos a los colegas tocando el saxo así.

Después se rio, con esa carcajada burlona tan suya, y se volvió a marchar a la lluvia: como un alguacil que acababa de quitarle un arma peligrosa a un vaquero borracho.


Ben Webster fue saxo tenor, y no cualquiera: uno de los más grandes. Aprendió a tocar el instrumento recibiendo lecciones del propio Lester Young y, a principios de los años cuarenta, se incorporó a la orquesta de Duke Ellintong, donde destacó hasta el punto de convertirse en piedra angular de alguna de sus piezas más imperecederas, como “All Too Soon”. "El Rana", como también le llamaban por sus llamativos ojos enormes y saltones, era un hombre de una sensibilidad extraordinaria, delicado, amigo de sus amigos, capaz de llenar de lágrimas un escenario en un homenaje íntio a un compañero fallecido sin sentir vergüenza por ello en una época en la que los hombres “no lloraban”: hasta que el alcohol lo transformaba. En ese momento todos sabían que era mejor estar lejos de él, todos excepto la famosa vocalista Billie Holliday, que en su espiral de autodestrucción no dudaba incluso en provocarle cuando la embriaguez sacaba a flote el talante más violento de Webster (fue el principio de una colección de hombres nocivos de los que siempre se rodeó).

Documento videográfico de la actuación Ben Webster y Teddy Wilson tras enterarse de la muerte de su amigo Johnny Hodges

Esta polaridad en su carácter se plasmaba de alguna manera en su forma de interpretar el instrumento. Se suele decir que lo más difícil de parir en literatura es un poema de amor, pues es muy fácil pecar de melindroso; por analogía con lo anterior, Webster ha pasado a la historia por algo muy complicado: ser un enorme baladista sin caer en el empacho, jamás. Su estilo aterciopelado, pausado y con un vibrato prodigioso, destilaba siempre un halo y energía contenida. Su fraseo era muy vocal, hasta tal punto que en una ocasión, mientras participaba haciendo un solo en una sesión, se detuvo contrariado; cuando le preguntaron qué le sucedía, respondió: “Disculpad, es que se me ha olvidado la letra de la canción”. Como curiosidad, decir que era asmático, y con mucha probabilidad esto influyó en su forma de enfrentarse al instrumento y fundirse con él.

El disco que he elegido para esta entrada, “Soulville”, fue grabado en octubre del 1957 (Verve). A Ben Webster le acompañó el piano de Oscar Peterson, el contrabajo de Ray Brown, la guitarra de Herb Ellis y la percusión de Stan Levey y es una de esas joyas imperecederas de la música, pase el tiempo que pase, por siempre sonará actual. Os seré sincero, el disco que nos ocupa fue el primero que elegí mentalmente para iniciar blog: si te gusta el Jazz, o si puede gustarte el Jazz, Ben Webster tiene que gustarte sí o sí, no hay alternativa posible en esto. Sin embargo, no fui del todo valiente al ponerme en el lugar del público que ya tenía tablas en el género y que podía llegar hasta el blog por mera curiosidad, ya que podían tacharme apostar por la senda más tibia y perder cierto interés para acudir a entradas posteriores. No obstante, hace un par de días, un buen amigo dibujante y retratista preguntó cuál sería el músico que más nos gustaría ver inmortalizado sobre un lienzo: el interesante rostro de Ben Webster se me vino directamente a la cabeza... y entonces decidí rescatar mi apuesta y llevarla sin pensarlo demasiado al blog.

"El Rana" no era un músico prodigioso, pero sí ha pasado a la historia como un intérprete monumental. Exactamente al revés que Miles Davis del que, de momento, su “Kind of Blue”, tendrá que esperar.

Salud y música